Sanza

Fue en un nublado día de comienzos de octubre, me pasó a buscar y emprendimos un camino de unos cuarenta y cinco minutos hacia la cordillera, paseamos por las tiendas locales del pueblo, hablando de todo. Le gustaba, y me lo hacía saber, cómo describía hasta los ínfimos detalles en cada relato. Sonreía mientras yo hacía gala de toda mi locuacidad, había muchos años que actualizar…

Llegó el mediodía y fuimos a uno de los restaurantes más extraños que he visitado. No, no es «extraño» la palabra adecuada; era un lugar como de un cuento: maderas claras y redondeadas, ciervos y duendes. En cualquier momento aparecerían las hadas. Como todos los platos que comimos juntos, el de acá era exquisito.

Más tarde recorrimos la plaza de armas del poblado, que tenía una feria de artesanías, con lanas rústicas, miel, pasteles, instrumentos musicales, etc. Mi vista quedó fijada en uno de estos últimos en particular, también era de madera en color natural y de suaves formas. (Ahora se me ocurre que quise, sin saberlo, guardar una miniatura de esa tarde, ¡Una tarde mágica!). El vendedor nos contó algo de la procedencia africana de la sanza, mientras deliberábamos. Por supuesto, y como acostumbro con mis mejores amigos cuando vamos a un lugar, le dije: «¿Tú invitas, cierto?, entonces escogeré el más caro», para luego soltar una carcajada. Naturalmente, elegí uno intermedio, en precio y tamaño, el que traje me gustó por sus cómodos contornos y las maneras en que mis manos podían sostenerlo con algo de gracia.

Poco después, yo balanceaba la bolsa de la compra, al tiempo que caminábamos por pasajes casi campestres, desiertos de personas, con seguridad por el frío; mi escenario ideal por todos los motivos. Había en el aire una mezcla de nostalgia y alegría contenida. ¡Estábamos felices de vernos!

De regreso, el tímido sol entraba desde la izquierda, él conducía y me oía contar más historias, mientras yo hacía sonar el instrumento que me regaló. La vegetación era exuberante, solo la delgada línea que suponía el camino, interrumpía el verdor del paisaje, que dejaba ver el valle al que volvíamos, ya de tarde, pero con luz aún.

Todavía resuena una singular mezcla de sentidos: El silencio de una tarde invernal en primavera, entre otras cosas, celebrábamos mi cumpleaños treinta y tres, creo, un vestido, botas altas y ese tapado de hilo negro de media estación, mi perfume Fidji, el casi imperceptible sonido del motor, unas notas sueltas medianamente agudas y profundamente memorables, unas ahogadas risas, sus ojos verdes y el rubor que se asentó en mi rostro nuevamente.

Uno de mis grandes amores, y sin duda, mi mejor amigo. Una vez, en la segunda oportunidad en que la vida nos acercó, me dijo que no guardara tantas cosas, y me deshice de fotos viejas, cartas y antiguos obsequios.

Hoy está en el mueble blanco de la sala de estar, lo perdí por tres años, pero volvió a mi poder. Antes se había extraviado una de sus varillas, ¿dónde estará? Lo traje al lugar en que escribo estas letras, y al presionar los metales, el paisaje se proyecta ahora, muchos años después, nítidamente en la pared de la habitación.

Le gustaba «coleccionar» viajes y armar aviones a escala, algunos vestigios estaban pegados magnéticamente a su refrigerador. Una vez me contó sobre Noruega y me trajo un cucú desde Suiza. Le dije que debo buscar algo en Escocia, donde están los ancestros de Fernando, que los lugares con niebla son mi debilidad. También coleccionaba canciones, algunas de las cuales puso en un disco compacto que me dio. En un paseo, mientras conducía ¿o caminábamos? cantó para mí, a capela «La dama de rojo», en inglés. Pero me conocía desde mucho antes: Me miraba en los recreos; mientras, en ocasiones, desde el segundo piso, con un espejo yo jugaba a reflejar el sol sobre su cuerpo, intentando que no descubriera desde dónde provenía la luz. Una vez aseguró que repitió para quedar en mi curso, ¡quién sabe a cuántas más les dijo lo mismo! El corazón es volátil a los quince años. Y si ese espejo hablara… Por mi parte, ejercí toda mi influencia y persuasión para que mi querida profesora jefe nos sentara juntos. (Yo era una pequeña autoridad como encargada de disciplina -aquí hay que reírse-. Le convenía sentarse con una niña bien portada que le ayudara a subir el rendimiento). Y, por supuesto, así sucedió. Unos de mis pasatiempos favoritos a su respecto, eran: poner las fechas en sus cuadernos, corregir su escritura y hacerle dibujos entre los contenidos, dibujos simples, como gatos a partir de ochos. Sus amigos me entregaban cartas con poemas en un idioma foráneo, supuestamente escritas por él. Recuerdo cuando volvía bañado luego de las clases de gimnasia, se veía reluciente con su camisa clara, emanaba un delicioso aroma a adolescente y yo recorría toda su trayectoria desde la puerta de la sala hasta que se sentaba a mi lado, sin dejar de mirarme con sus hermosos ojos.

Fuera ya de la escuela, dos veces más el destino nos puso mejilla con mejilla, en una él se tuvo que ir, y en la siguiente, yo, en ambos casos, llamados por otros amores. Si fuera un personaje, sería algo así como un príncipe británico-francés: Su auto siempre asombraba por su limpieza; su ropa, planchada y ordenada por colores, un delicioso gusto para decorar su casa y para sugerir los lugares a los que podríamos ir, y hasta para elegir los caminos, porque planificaba todo, lo que hacía parte de su encanto. Su amplio vocabulario y sensibilidad para hablar acerca de los más variados temas, su refinado humor. Y, por supuesto, su trato.

También me pregunto ¿dónde estará?, desde que perdí su rastro, no hay a quien contarle las cosas que con tanta atención él escuchaba. Por su parte, conmigo desmenuzaba su alma, describía milimétricamente experiencias, sentimientos y pensamientos, otras se hubiesen dormido entre sus divagaciones. En fin, solo él sabe en detalle de la antigua historia que no quiero revelar, porque nunca llegó a primavera. Solo él, luego de escucharme pacientemente por horas, me diría con su dulzura habitual: «Estás tropezando con una piedra como la anterior, esto que me cuentas es tan descabellado e inverosímil como aquello», «los hombres nos disfrazamos de ovejas, pero…»

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